A la Deriva. Drifting. Mette Henriette.
José Ramón Otero Roko | ene. 21, 2023
Si observamos la cultura de nuestro tiempo veremos que se estructura como una pirámide o, mejor dicho, que sigue estructurándose como una pirámide al igual que lo ha hecho desde las épocas más remotas, ahora posiblemente con una base social más amplia, pero ajena idénticamente a los principios democratizadores, y por lo tanto horizontales, propugnados en el plano teórico en los dos últimos siglos.
Hay una élite, a la que casi nunca se accede por la originalidad de la propuesta, la calidad intrínseca o la diferencia sustancial con sus contemporáneos, y a continuación una infinidad de escalones donde se situan todas las obras por encima y por debajo de otras. El público acepta esa jerarquía, aun sabiéndola profundamente manipulada por la industria y siendo poco consciente de que ese desorden vertical se reproduce más por sí mismo, y a sí mismo se debe, que por las afinidades y potencias estéticas de sus creadores y consumidores.
En esta situación no podemos aspirar a que cada año deje más que unos pocos discos sobresalientes, un puñado de diferencias y calidades que se escurre entre los dedos y un cuentagotas de músicos y de músicas originales. Es la tragedia, no de nuestro tiempo, sino de la historia de la Humanidad hasta nuestros días. Lo bueno, incluso la bondad si pasáramos de la cualidad estética a la ética, es siempre una especie en peligro de extinción, cuyos únicos ejemplares están a punto de desaparecer y de los que a veces nos maravillamos de haber tenido la oportunidad de que su existencia haya coincidido con la nuestra. El mundo se va dejando lo mejor en cada uno de sus giros y en cada una de esas vueltas regresa bajo otra forma, bajo otra apariencia, una parte de lo que se ha perdido como si en esta eterna batalla entre el bien y el mal, y que siempre va ganando el mal, el enemigo permitiera la vida de algunos de sus adversarios para que sirvieran de ejemplo de lo que, con su derrota, el resto de la humanidad se pierde.
El 15 de enero tuve la oportunidad de ver y escuchar a Mette Henriette en un concierto en Bruselas junto a la pianista Ayumi Tanaka y la chelista Tanja Orning, en una formación que representa muy bien el empoderamiento feminista en el panorama del jazz actual. Henriette por cierto, desde su irrupción hace casi diez años, no ha tenido oportunidad de tocar nunca en una España donde se cancelaron citas como la memorable «EuroJazz - Ellas Crean» del Madrid de la pasada década. En la capital belga sin embargo se dedicó en el Flagey Jazz Festival una jornada completa al sello ECM en la que hubo otras tres actuaciones de la pianista Julia Hülsmann, acompañada por el saxofonista Uli Kempendorff, de Wolfert Brederode con el Matangi Quartet y de Benjamin Lackner junto a Mathias Eick y Manu Katché. Las sensaciones que transmitió el trio de Mette, en la que era la presentación de su nuevo disco “Drifting” antes de su lanzamiento este 20 de enero, fueron incomparables, no sólo a las del resto de un cartel de altísima calidad, sino ante cualquier cosa que hayamos visto o escuchado en la última década en el jazz contemporáneo. Henriette ha tardado ocho años en publicar un nuevo álbum desde su debut en 2015 con un doble CD también en ECM. Ocho años quizás para que no hubiera ni en el concierto, ni en el nuevo lanzamiento, ni una sola nota, ni una sólo detalle, que probablemente ella no hubiera sentido y analizado como compositora y como intérprete hasta sus últimas consecuencias.
La música de la saxofonista noruega se construye con esa autoconsciencia plena en la que cada paso que da transciende el momento del tiempo y el espacio en el que se lleva a cabo, como lo transciende respirar, mirar o escuchar a un ser amado. Y cuando lo hacemos, intuímos que en alguna parte hay una representación armónica de lo que sentimos y a la que apelamos sin saberlo. La diferencia de Mette Henriette con quienes no logran realizarlo de manera original es que ella no espera que su obra se complete en esa aspiración platónica a la que los seres humanos en el mejor de los casos se ven abocados, sino que entrega su creación perfecta, fruto de este mundo y no reflejo de uno invisible y postergado a un futuro inalcanzable. La esencia de su música, contradiciendo aquella frase que ilustraba la portada de la primera de las antologías «Selected Signs» de la discográfica de Munich allá por los años 90, cuando nació Mette, es perfectamente perceptible. Se encuentra ahí, a la vista inesperada de todos, como el envés de las cosas que no comprendemos, y ella comprende, que no logramos expresar, y ella expresa, que no conocemos, y ella conoce.
Lograr culminar la obra hasta ese punto, asir todas sus células en una unidad que se traslada sin pérdida del ejecutante al oyente, es la cúspide de esa pirámide de la que hablábamos al principio. Una pirámide, una tumba de faraones, que tiene por otro lado su razón de ser en quienes la han ideado así, enemigos de todo lo humano. Porque lo que demuestra la música de Henriette, y la sala principal del Flagey completamente llena, y las colas de aficionados para conseguir comprar su nuevo álbum y llevárselo firmado, es que lo original y lo diferente está al alcance de muchos y debería de ser la norma. Una norma circular en la que nadie estaría por encima de nadie y todos se encontraran en lo más alto del Arte con su propia visión y sus sentimientos particulares. En la jerarquía en la que vivimos actualmente no cabemos todos. No deberían de existir los escalones inferiores en los que el resto de creadores se esfuerzan en llegar hasta donde Mette Henriette ha llegado sino que habría que colectivizar ese escalón más alto donde ella y unos pocos más crean sin tener a nadie ni por encima ni por debajo de ellos. De ese movimiento circular depende que la humanidad no produzca lo extraordinario solamente de vez en cuando sino muchas veces cada día.