No logro ver el mundo dividido en dos mitades quizás porque la mitad de algo es la abstracción de una de las partes, que a menudo suele estar en mayoría o minoría. O sea, la mitad, esa a la que por ejemplo llamamos a erigir una muralla humana (imaginaria como casi todo lo que toma en cuenta al otro) es la muralla de casi todos, los suficientes, contra casi nadie, esos de ahí, los que ordenan. No hay, por decir algo, una mitad del mundo que duerma bajo un techo que merezca tal nombre. Decimos “la mitad del mundo no tiene para comer” porque los de esta exigua mitad somos unos moderados, unos medianías, en el fondo unos centristas plantados entre dos falsas mitades que por razones diferentes no llevan nada a la boca. Tampoco, por mucho que lo repitan los anuncios de los bancos, hay una mitad del mundo que “disfrute de la vejez”. Ni creo que a la mitad de nosotros nos vaya a tocar estar en esa mitad inexistente. Decimos “la mitad” porque querríamos vivir eternamente en tablas y que todo acabara en empate sin comenzar siquiera.
Aunque es posible que el mundo se divida en dos mitades desiguales, sí, aunque a mí no me guste, la mayoría y la minoría. La minoría, por ejemplo, está leyendo un libro. Está leyendo, pongamos por caso, un cuento de Dylan Thomas que se titula “Un sábado caluroso”. ¿Qué es lo que logra que el mundo, al leer ese relato, se divida en una mitad y otra?. Tengo subrayada una frase: “Usted tiene un aspecto raro –continuó- ; el único salvado del naufragio, y el único naufragio con supervivientes.” Ahí está la clave; le llama raro. El mundo se divide en dos mitades, los que están haciendo algo raro y los que están haciendo lo mismo que hacen los otros. La minoría y la mayoría. Los que se salvan en el único naufragio con sobrevivientes y los que simplemente naufragan. Uno puede parar un momento de leer y disfrutar de la metáfora precisamente porque es una metáfora. En el mundo real, donde no hay un techo bajo el que pensar en algo, no se salva nadie. Nadie que haya luchado cada día por sobrevivir, hasta que llegó el naufragio. Algo raro en esta engañosa mitad del mundo. La gente rara normalmente no sabe bajo qué techo va a dormir esa noche.
Dejo el libro. Pongo un disco. El mundo se va a dividir en dos mitades cuando empiece a sonar la música. Es el Private City, de John Surman. El mundo se quiebra entre los de arriba y los de abajo. Entre los que tienen oídos y los que no. Entre los que pueden sentir que caminan por una ciudad que no conocen y los que no. Entre los que saben que hay un viaje que nunca harán y los que no lo saben. Hay dos fracciones enfrentadas, de igual fuerza. Quien está escuchando ese disco en concreto y los miles de millones que no lo hacen. Una mitad impide que la otra interrumpa el sonido y nos conquiste para ver el mundial de fútbol. Aunque hay otras mitades de la humanidad que no escuchamos cuando ponemos un disco. Los que no tienen música en casa. Los que no tienen casa. Los que se ahogaron cuando se hundió el barco. Esa mitad de nosotros.
Ni siquiera la mitad de nada va a estar pendiente del mundial de fútbol. Intento ver algo de cine. Es una película sin diálogos llamada Caracremada, del director catalán Lluis Galter. Trata de un anarquista que ha divido el mundo en dos mitades, él y las montañas de los Pirineos. Entierra en lugares secretos trocitos de un tubérculo para que un día germinen y tenga para comer. Sierra lentamente los postes eléctricos para decirle a esa dictadura que no existe que él está ahí, luchando con la montaña. Con la montaña. Porque ha divido el mundo en dos mitades, y las dos están del mismo lado, peleando por un mundo en el que todos tengan techo aunque no vayamos a llegar a viejos para contarlo.
Por José Ramón Otero Roko
Publicado en el magazine Yorokobu (Junio de 2014)