El Festival de Cine Latinoamericano de Toulouse, el más importante en su especialidad de Europa, ofreció en su edición de 2015 una sección oficial de alto nivel con obras comprometidas con la realidad social de sus países de origen, apoyada en una presencia masiva del público en las salas y en las actividades del certamen, y que trasladaba perfectamente la idea de una comunidad solidaria en Francia en los avances y en las dificultades de los pueblos de América Latina.
El jurado de FIPRESCI decidimos premiar la película del director cubano Carlos Machado Quintela, “La Obra del Siglo”, en dura competencia con la guatemalteca “Ixcanul”, de Jayro Bustamante, por su carácter arriesgado, analítico desde la lealtad, rupturista desde la rebeldía, casi experimental en un territorio tan infrecuente para la crítica como la comedia. Una obra imperfecta, excesiva, delirante, y a la vez realista, porque el devenir de las mujeres y hombres que narra el film es, en lo más sensible, evidentemente así, y con razón sus protagonistas podrían hacer responsables de ello al mundo entero.
La Obra del Siglo presenta a tres generaciones de una misma familia en el límite de lo que estuvo a punto de ser una Cuba con menos tribulaciones, donde la existencia individual de sus habitantes fuera algo menos paradójica y el futuro más justo con quienes tienen la mejor intención. Ese conflicto entre lo que pudo y debió ser, y lo que hoy todavía no es, marca no sólo el argumento del film sino una estructura narrativa donde cada plano insiste en un contraste, en un diálogo feroz, en una contraposición entre el mundo para el que fueron educados los cubanos y el mundo que efectivamente les rodea. Y lo hace con un lenguaje sofisticado, desde el uso de los recursos técnicos hasta una edición de imágenes que se vincula a las estéticas de la globalización.
Carlos Machado además utiliza un gran número de material de archivo de lo que fue el proyecto de construcción de varias centrales nucleares en Cuba, con el apoyo de la Unión Soviética, que hubieran convertido en autosuficiente energéticamente a la Isla. Cada central nuclear iba a estar acompañada de una ciudad poblada por el personal técnico y ahí, en ese paso adelante que no pudo darse (independientemente de la opinión que nos merece la energía nuclear), y en una ciudad que quedó a medio construir, a medio habitar, surgen las frustraciones de un pueblo que siente que la Historia le ha hurtado algo a lo que tenía derecho. Quizás un modo de que la humanidad se vinculara a lo humano, a lo real y no a lo imaginario. Y por esa vía aparece una estructura dramática muy dura, que sin embargo está atravesada por un humor absolutamente contrario a la auto-indulgencia y que se transforma en una catarsis en la que desahogar estas últimas décadas de travesía en solitario de una sociedad que merece mucha mejor suerte.
La película contó con el apoyo del Instituto Cubano de Cine y del Hubert Bals Fund del Festival de Róterdam, así como financiación de Argentina y otros países. Se rodó con pleno conocimiento de las autoridades cubanas en la misma ciudad que se proyectó inicialmente junto a la primera de esas centrales nucleares, y que hoy día está poblada, aunque de forma casi fantasmática y su pervivencia no es uno de los mejores recuerdos del gobierno de Cuba. A este respecto su productor declaró en la presentación que las facilidades dadas por el estado cubano para la realización de la cinta habían sido, en una escala de uno a diez, de ocho, lo cual es un grado de libertad que seguramente firmarían la mayoría de cineastas del resto del mundo.
El otro gran film que destacaba en la sección oficial, Ixcanul, del guatemalteco Jayro Bustamante, fue una película cuya energía y calidad no provenían de la imperfección, sino de la excelencia. Un perfecto diseño formal con un bien calibrado fondo argumental y social. Rodada en lengua maya, con algunos segmentos en español que precisamente reflejaban las problemáticas de comunicación entre las dos culturas, y que se convertían en una de las bases de la historia, todo, desde una interpretación y una fotografía magistrales, sin preciosismos ni esteticismos artificiales, hasta la exposición, magníficamente bien razonada desde un punto de vista cinematográfico (con un clímax ejemplar y estructuralmente poco convencional) daba la sensación de que nos encontrábamos ante algo dirigido hacia el estatuto de clásico del cine latinoamericano. Y posiblemente sea así. Una obra que crecerá según sea vista por críticos y públicos de todos los rincones del mundo. Pero quizás faltaba un componente de revulsivo, que sí proporcionaba la película cubana, y que en este caso estaba muy atenuado por cierto determinismo de la historia, que la situaba más cerca de la fábula moral, incluso en algunos momentos con cierto carácter conservador, que de la ejemplaridad autocrítica de la película de Machado.
Como público hoy recelamos del dominio de la estructura formal, aunque estemos ante un caso paradigmático de armonía absoluta de la mayoría de elementos que construyen una historia. Casi todo se encuentra correctamente pensado en Ixcanul. La fotografía es perfecta, pero sin caer en el atildamiento que la desacreditaría por esteticista. La autenticidad de los personajes y situaciones desafía al documental, e incluso al documental etnológico. El punto álgido del film nos arrebata, convirtiendo en estricto cine un desarrollo que por momentos parecía, nada más y nada menos, lo real. Pero, ante esa planificación absoluta y genial, surgen las dudas. ¿No debería tener la película una ambición moral a la altura de su maestría? Y ahí casi parece imperdonable un detalle, un plano, una concesión momentánea a un arquetipo, como cuando contemplamos la relación de un indio con la bebida o cuando escuchamos a algunos espectadores de la sala reírse en la escena del banquete de petición de mano de María, porque nos hace sentir incómodos esa reacción ante lo diferente y creemos que el director debería haber sido mucho más consciente de ello.
Ixcanul se convertirá en un clásico, pero hoy está demasiado cerca de unas problemáticas que exigen unos anhelos a la altura del resto de sus capacidades. Las causas justas necesitan ser más ambiciosas. Posiblemente, si en el futuro la sociedad es mejor, podamos echar la vista atrás y ser más indulgentes con quienes decían que el mundo no iba a cambiar por hacer una película. Si entonces la humanidad es capaz de redimirse, redimirá tanto a los que fueron prudentes en el pasado como a los que fueron más audaces.
Por José Ramón Otero Roko
(Versión en inglés en la web de la Federación Internacional de Críticos de Cine)