Edward Snowden ha transitado, al igual que Chelsea Manning, como uno de esos héroes que el activismo reconoce, pero que no se siente capaz de acoger, acaso por no haber sido solicitado. A medio camino entre el refrendo de todas las certezas del radicalismo de izquierda, y la indignación, parcial y compartimentada, del ciudadanismo, los dos sectores se ven a cierta distancia de ellos, porque hacerlos completamente suyos significaría asumir en unos que la enmienda a la totalidad del sistema es indiscutible e inaplazable, y en los segundos que la mera visión de superficie ya atisba el conocimiento esencial que los otros tienen del orden establecido.
Snowden vive hoy refugiado en Rusia, país del que el imperio norteamericano, y su filial europea, ha recuperado todos los espantajos de la Guerra Fría, y donde derribaron un modo de vida infinitamente más justo del que tienen ahora los rusos, y en todo caso, del que han gozado en cualquier momento la mayoría de los habitantes del paraíso yanqui. Su papel, filtrando, a través de miles de documentos, la organización y estructura de la red de espionaje global que dirigen el presidente Barak Obama y la NSA, provocó una petición de extradición de EEUU por revelación de secretos oficiales a la que Rusia no atendió. Y al igual que en el caso de Julian Assange, su protección de parte de países demonizados por la propaganda occidental significa en estos momentos un obstáculo para que la clase trabajadora, de los países ricos, se comprometa con sus causas.
Galardonada hace unos días con el Oscar a la mejor película documental (un premio que suele votar únicamente el núcleo mejor informado de la Academia) Citizenfour, de la bostoniana Laura Poitras, es la filmación del encuentro de Snowden con los periodistas Glenn Greenwald y Ewen MacAskill en un hotel de Hong Kong, antes de dar a conocer el entramado de vigilancia del gobierno de los Estados Unidos sobre el conjunto de la población mundial. Poitras es también protagonista invisible de la cinta, puesto que es la persona con quien Snowden se mantiene en contacto con el objetivo de hacer llegar toda la información al público. Y se encarga además de proporcionar un sello de intimidad al documento, sin efectismo, consciente de que los hechos que presenta hacen a la realidad más abrumadora que la ficción.
Es la propia directora la que escribe que, tras su largometraje de 2006 My Country, My Country, (dedicado a un médico iraquí que se postula como candidato a presidente de su país) fue puesta bajo vigilancia, y detenida y registrada, más de cuarenta veces en EEUU, hasta el punto de verse obligada a trasladarse a Berlín. Hoy, al igual que Greenwald, trabaja en el medio The Intercept, dedicado a la difusión y el análisis de los acontecimientos que se recogen en el film. The Intercept, bueno es saberlo, está financiado con un fondo de doscientos cincuenta millones de dólares por Pierre Omidyar Morad, un millonario de origen franco-iraní, fundador de eBay, y que en principio sostiene el proyecto por su dimensión ciudadanista.
En cualquier caso ese registro de hechos que Snowden intenta que el mundo conozca es inagotable: los drones, de un listado de miles, a los que se accede en tiempo real desde más de treinta instalaciones en EUA mientras vigilan viviendas o llevan a cabo asesinatos indiscriminados. La colaboración de la mayoría de las empresas de telecomunicaciones , y de la web 2.0, poniendo a disposición de las agencias de inteligencia norteamericanas, y sin intervención judicial, los movimientos de todos los ciudadanos extranjeros conectados a la red, y de los norteamericanos que tienen alguna relación con ellos. El espionaje industrial, con el que la administración USA alimenta a las empresas que financian sus campañas electorales con el conocimiento exacto de los pasos de sus competidores foráneos, y ante el cual el resto de gobiernos neoliberales se ven invitados a solicitar permiso y protección para las multinacionales vinculadas a ellos. Y la revelación, culminante en el film, de que 1.200.000 personas en el mundo se encuentran clasificadas en los más altos niveles de vigilancia de la NSA, aunque no representen en realidad ningún peligro para la seguridad nacional de su país. Todo desfila por la pantalla activando, al contrario de las películas espectáculo de la industria gringa, nuestras más altas pasiones. Los derechos, que cualquier mindundi se creyó con poder para pisotear. Las obligaciones, que todos tenemos a fin de conseguir evacuar a esos individuos de la vida colectiva.
El espectador, que disfrutará Citizenfour los próximos días en su presentación en el Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria, y a partir del día 27 de marzo en algunas salas de la península que estén fuera del alcance de la bota del ministro Wert, no se va a sentir desanimado después de tener acceso, en menos de dos horas, a la arquitectura de las cloacas de los gobiernos que presuntamente elige. Lo que nos trasmite este metraje, producido por Soderbergh, HBO y Channel 4 (cada vez más beligerantes con lo que en otro tiempo se llamó “los códigos – técnicos e ideológicos - de la televisión”) es una útil consciencia del engranaje social del sistema económico. Esto es la gobernanza en la actualidad, no cabe duda. Donde cuatro elementos, estado y empresa a un lado, y persona y colectividad en el otro, viven un conflicto que nuestro bando evita asumir como propio. Y a cuyos intereses se arrodilla el censo electoral, la opinión pública, el grupo preponderante, la dirección, la parroquia y la audiencia. Esas obras son suyas. Y quienes las contemplan todavía pueden elegir entre ser producto de ellas o parte de otras, raras y plenas, y completamente contrarias.
Por José Ramón Otero Roko
Artículo publicado en el periódico La Marea y en el portal de información alternativa Rebelión.org (Marzo de 2015)