El sistema democrático-burgués sólo es una realidad desde la óptica del ciudadano medio que convive de manera más o menos acrítica con los mecanismos de normalización cultural, económica y política, que la estructura le ofrece, al menos como hipótesis, para consolidarse. Ese ciudadano acepta gradualmente los cambios normativos y el entramado institucional que protege a los poderes financieros y religiosos (las dos órbitas –capital y moral- que en mayor medida determinan su existencia y que de facto se encuentran fuera de su alcance) a cambio de que se configure cierta especie de lo que los medios de comunicación de la clase dominante denominan ‘estabilidad’ y que en ella le sea posible acumular algún grado de renta con el que poseer una mínima certeza de supervivencia.
Sin embargo, el paradigma consiste realmente en la cesión de la libertad por la seguridad. El ciudadano hace entrega de su derecho a la autodeterminación, desiste de su condición de individuo y miembro de la colectividad, y claudica de su libre albedrío, a cambio de ser dueño parcial de una aventura biológica en la que se le va a permitir nacer, reproducirse y morir dentro de los parámetros que explota una muy escasa minoría. Cuando la naturaleza nos dice que cualquier ser humano debe estar llamado a transformar radicalmente la realidad los mecanismos culturales de dominación se encargan de que ninguno pueda lograrlo.
En el documental “Tierra de Nadie” (2013), de la directora portuguesa Salomé Lamas, contemplamos cuatro estadios: el de la guerra del soldado del imperio contra la totalidad del pueblo (Mozambique y Angola). El de la guerra del esbirro contra su propio pueblo (Portugal). El de la guerra del mercenario contra la inmensa mayoría del pueblo (El Salvador). Y el de la guerra del agente contra la mayor parte del pueblo (Euskadi). En realidad la lucha es siempre contra el conjunto del pueblo, pero decreciente en cuanto el éxito de los soldados, esbirros, mercenarios y agentes tiene como consecuencia que cada vez sean menos los que se opongan a esa guerra universal del Poder contra la Humanidad.
Paulo Figueiredo, del que Salomé Lamas oculta literariamente la convicción de que se trate del mismo mercenario que llena las hemerotecas de los periódicos españoles por su participación en los GAL, cumplió esos cuatro ciclos de servicio en las cloacas del sistema político-económico que nos gobierna y una quinta que otorgó plenamente sentido a su vida. El Paulo Figueiredo que habla en Tierra de Nadie (película por cierto difícil de ver si no es en una sesión extraordinaria como la muy reciente del Niemeyer, o a través de la plataforma de cine online Filmin) es un individuo que ha gobernado la muerte, ha sido gobernado por ella, y se ha retribuido con la sangre hasta el punto de colarse en los hospitales para olerla cuando no tenía otro salario.
Sentado en una silla, con una tela negra como fondo, Figueiredo confiesa, cuando cree que ya nadie puede juzgarle, centenares de asesinatos ordenados por los tres Estados que enterraron los cuerpos que él mataba. Primero con el ejército portugués en las colonias africanas, lanzando bombas indiscriminadas en los barrios populares, o asesinando por puro placer o con el fin de enfrentar unas organizaciones a otras e impedir que el proceso de descolonización fuera un éxito. Luego para los grupos de extrema-derecha portugueses, que igualmente tratan de desactivar los cambios sociales tras la Revolución de los Claveles. A continuación al servicio de los Estados Unidos, que masacra a los salvadoreños que luchan por un cambio social profundo en su país. Y por último asistiendo a la monarquía parlamentaria española, con la que debuta ejecutando a un miembro de los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre, en un crimen todavía no reivindicado por la UCD, y con la que continua, en la defensa de la Constitución del 78 desde las filas del GAL, ametrallando a niños, mujeres y activistas sociales en el País Vasco, desplazándose a Nicaragua para asesinar a los refugiados o tomando champán y caviar en Montecarlo a cuenta de los fondos reservados por el presidente del gobierno.
“A grandes males grandes remedios” pronuncia el mercenario en varios instantes de la película sin entender que él no está de parte de los remedios sino de los males, o peor aún, que en su vida las dos son caras de su propia moneda. O quizás sólo es una declaración con la que trata de sostener la mirada de la cámara, como cuando amenaza con retorcer el pescuezo de un integrante del equipo que ha sonreído interrumpiendo la narración de la tragedia ajena. A grandes males: el aniquilamiento de Mozambique y Angola. El sometimiento de Portugal. La masacre de El Salvador. La devastación del pueblo vasco. A grandes remedios: Paulo, Somoza, Caetano, Sá Carneiro, Jimmy Carter, Ronald Reagan, Adolfo Suarez, Amedo, Vera, Barrionuevo, Felipe González, Juan Carlos I.
Si Figueiredo es capaz de construir un relato es porque ha creído encontrar una mentira que le justifique. Una mentira que le permite regresar a la sociedad para proclamar que la ha salvado de ella misma. Matando, los asesinos redimen a las víctimas de convertirse en verdugos. Los injustos absuelven a los justos de hacer justicia. Los opresores eximen a los oprimidos de acabar con la opresión. Y para que a nadie más se le ocurra intentarlo, después de aniquilar, someter, masacrar y devastar, le anuncian a los sobrevivientes que han sido librados de verdugos y opresores que portaban una iniquidad parecida a la suya. Es el auxilio en forma de no dejar a nadie con aliento para pedir ayuda. Es el socorro que libera a los heridos, a través de la muerte, del dolor.
Los ciudadanos que pagan sus impuestos para que todo eso ocurra, que los pagan igual que el ciudadano X porque “todos somos iguales ante la Ley”, están orgullosos de que esta sea la única realidad posible, y lo real, con minúscula, sea imposible. El soldado está para recordarles, a los que desconocen su crónica, que mientras disparaba la verdad se hacía certeza, la certeza hipótesis y la hipótesis dormiría en el pasado. Que los vencedores no están para escribir la Historia, porque ya está escrita, sino para impedir que el pueblo escriba otra diferente.
Para ellos Paulo Figueiredo debería ser un héroe. Y la película habría de proyectarse con el fin de complementar la intoxicación diaria a la que someten a la ciudadanía, a mayor gloria del estado de las cosas, de modo que ese individuo tuviera monumentos y hospitales con su nombre, como las tienen sus jefes, sus criados y sus cómplices. Y ahí radica una de las sensaciones más esperanzadoras que Salomé Lamas nos ofrece en el film. A pesar de la impostación del relato literario de la voz en off. Y también a pesar de la casi completa descontextualización de las actividades que nos relata, nada nos mueve a la compasión por ese sujeto. Es un monstruo. Es la esencia misma del sistema del que ha sido instrumento, y sólo su final, viviendo en un túnel penetrado por un mártir, nos exime de la obligación de hacer justicia con él, porque él por fin es la última de sus víctimas.
Por José Ramón Otero Roko
Publicado en El Cuaderno (Octubre 2014) y en Rebelión.org (Noviembre de 2014)