Los que trabajan la Revolución viven en el afán de percibir las condiciones objetivas que autorizan el levantamiento. Algunos, los que confían más en la naturaleza humana, esperan que éste se produzca espontáneamente. Y el resto, conscientes de que esa predisposición se halla sumida bajo toneladas de andamiaje ideológico conservador, estudian la estructura económica y política tratando de encontrar aquella grieta suficientemente grande que permite cruzar a la mujer y al hombre.
Esta especie no fue siempre así. Durante siglos tuvimos la suerte de calcular mal la fuerza de los fuertes ante los débiles y la audacia posibilitó multitud de victorias y un sinfín de derrotas en las que la izquierda vivía herida, pero vivía, y la derecha, muerta, aún se mantenía en pie. La clase trabajadora perdía siempre, el miedo. Y la proeza de la sublevación, aún no obteniendo una victoria completa, proporcionaba pan a una clase y temor a la que lo regaba con sangre.
Peter Watkins hizo tres films en los últimos treinta años. Antes de ello un puñado de cintas de ciencia-ficción experimental, donde un futuro distópico denunciaba el hoy de las cosas, y una ristra de documentales que impugnaban la actualidad social. Ayer, al final del siglo XX y mirando al principio de éste, rodó una película de más de cinco horas llamada La Comuna para enunciar un reinicio del socialismo en el mismo anhelo donde lo vieron alzado en Europa Marx y Bakunin. El Arte, revolucionario, siempre anticipa el comienzo y nunca admite un punto y final.
La Comuna de Peter Watkins es el colofón de la primera etapa de la modernidad a un cine libertario que jamás se produjo con la suficiente frecuencia como para constituir una amenaza a las ideologías reaccionarias. Parte de la izquierda aceptó que el cine era una ficción que servía para huir de la fracción más numerosa del presente. Y el cine, sin embargo, no había dejado nunca de contener la posibilidad de mostrar el todo a todos, la disposición del progreso ante un mundo absoluto. Porque, al fin y al cabo, la pantalla escinde al individuo hasta convertirse en el espejo en el que les divisamos a ellos.
Watkins estructura el film en una dialéctica muy poderosa, la de dos compartimentos estancos. En el primero están los que se comunican horizontalmente, los communards, que no cesan de interpelarse unos a otros para aprehender la nueva realidad que conciben. Ese compartimento estanco en efecto está completo. Por sí mismo, en sus mil posiciones contrapuestas, en sus millones de contradicciones y puntos de vista, es objetivamente el ser, la verdad.
En el otro locutorio, al revés, se prescribe lo que no debe existir y, por tanto, ya no existe. El gobierno de Versalles, la dominación del hombre por el dominante. Y su discurso, siendo mentira, tiene la fuerza de los hechos falsos en un mundo fingido. Es ahí donde el director inglés notifica al público que un orden muerto no es ni siquiera agonía sino entelequia. Y que el más antiguo Régimen sólo posee un saber, el que decreta su tránsito.
Por José Ramón Otero Roko
Publicado en el diario mexicano La Jornada (suplemento dominical de Cultura) del 17 de enero de 2016 y en iniciativadebate.org (27 de enero 2016)
No hay comentarios:
Publicar un comentario