La destrucción sistemática de Palestina, de la que nos informan algunos medios, no todos, ni la mayoría, tiene muchas otras consecuencias además de las derivadas de las cifras diarias del genocidio. La Cultura también es exterminada, por desaparición física o por simple disuasión, y es así porque se trata posiblemente del método más efectivo para hacer desaparecer un pueblo de la faz de la tierra. En ese orden de cosas podemos preguntarnos por la razón de que jamás llegue cine palestino a nuestras pantallas. Y la razón principal es que no puede hacerse. El largometraje que reseñamos es el único de ficción producido en esa nación en 2012. Y ello a pesar de que el pueblo palestino es uno de los mejor preparados del mundo (cuenta con los mayores ratios de matrículas universitarias por habitante, sólo a la altura de Cuba, la Venezuela de la última década, Finlandia y Grecia) pero con sus cineastas desperdigados por decenas de países, inmersos en otras culturas que les proporcionan sustento a cambio de estar lejos de sus raíces y de sus referencias.
Ahmad Natche es un cineasta palestino que nació en Sevilla. Estudió en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, en Cuba, y logró hacer esta película mediante el apoyo de la Fundación Jerusalén Capital Árabe de la Cultura, el canal local de la televisión de Ramala y un crowdfunding en el que participaron más de 100 personas y donde se recogieron 11.000 dólares. Ahora, gracias a la editora, productora y distribuidora catalana Intermedio, la película por fin se va a estrenar (aunque precariamente) en nuestras pantallas. A partir del viernes 19 de septiembre estará en el Zum-Zeig de Barcelona, y contará con pases, ese mismo día y otros, en Renoir Princesa , IVAC, CGAI, a falta de confirmación en otras salas y por nombrar las escasas instituciones, o salas comerciales, que se interesan por propuestas como la de Natche, pese a que público y crítica sí las respaldan cuando llegan a los cines..
Dos metros de esta tierra se presenta con el aval de haber recorrido más de 20 festivales en cuatro continentes y logrado premios en el prestigioso FID Marselle, en el FICUNAM de México, en el Festival International du Cinéma Méditerranéen de Tétouan y en el LatinArab Film Festival de Buenos Aires, convirtiéndose en una de las películas palestinas más galardonadas de las dos últimas décadas, con el mérito añadido de ser de las escasísimas que ha tenido equipo y producción íntegramente palestinos.
Quienes tengan la oportunidad de ver el film, porque ni el Ministerio de Cultura del Reino de España ni la patronal de exhibidores se lo van a poner fácil, pueden encontrarse con una obra que para los espectadores de nuestro país contará entre sus alusiones inmediatas aquella En Construcción de José Luis Guerín con la que en los 90 el cine de creación saltó al gran público. La mención no es gratuita porque Guerín se encuentra entre los agradecimientos que figuran al final de la obra. Y las dos comparten la intención de hacernos testigos de una intimidad casual, de una introspectiva que queda más en el lado de quien la visiona que de quien fue filmado, quizás porque el dolor tiene un límite que ya sobrepasaron los que la protagonizan. Cine de ficción documental donde lo que vemos sólo sucedió en realidad una vez y volvió a suceder otra para las cámaras. Y que, sin llegar a la maestría de Guerín, sí puede ser el tono exacto que nos permite atisbar unos instantes de la vida cuando la muerte gobierna lentamente.
Y es que más allá de la condición de símbolo de resistencia de Dos Metros de esta Tierra, adquirido por el ya admirable hecho de conseguir levantar una película donde todo se derrumba, la obra tiene la virtud de desarrollar unas cuantas veces nuestra capacidad de observación más allá del relato informativo que nos rodea, y que por supuesto no se detiene nunca en los efímeros instantes de paz que le conceden a un pueblo que está inmerso en una guerra en la que ni siquiera se le reconoce el derecho a defenderse.
Es a partir del segundo tercio de la cinta donde vemos que allí lo intrascendente es frágil, pero hay que salir cada día a encontrarlo y a vivirlo como una parte de la realidad que no nos toca aunque nos corresponde. El flirteo de una fotógrafa japonesa con un habitante de Ramala. La comunidad de un grupo de adolescentes que va a actuar en el Festival de Música. La mutua empatía de dos jóvenes que trabajan en los medios de comunicación palestinos y que representan, con su forma de vestir, dos alternativas posibles en el futuro de su país. El parlamento, inusitado para los hijos de la transición española, en el que se declara que la cultura es política. La visita de una pareja a la tumba de Mahmud Darwish porque se saben destinados, aunque no se sientan capaces, a continuar su lucha y a recoger su testigo.
El sufrimiento hace perder la convicción y la sustituye por la fe. Lo saben los estados occidentales que se entregan en bloque al terrorismo en cualquier rincón de la tierra. Lo saben quienes ejecutan a uno para que mueran en vida otros diez. Quienes prefieren herir y matar a matar, porque los que vengan a socorrer al herido serán blancos fáciles. Y lo saben quienes recitan el poema de Darwish (“No soy mío / Yo no soy mío, / No soy mío. / Mi mañana lejano, / la vuelta de mi espíritu errante. / Como si nada hubiera sido. / Como nada hubiera sido, / Una pequeña herida en brazos frívolos / Mientras se ríe la historia de sus víctimas / Y de sus héroes… )
Natche filma una clase de armonía que no es ni mejor ni peor que las demás pero que en Palestina se alumbra y se extingue con la misma frecuencia con la que nacen y mueren sus habitantes. Los dos metros de esa tierra son los del último reducto de la paz: la tumba. Una tumba que puede llegar en modo de normalización definitiva de la injusticia, de confort en el horror, o de insurrección ante el pasado (y convivencia con ese único presente y futuro probable, pero no posible) como se intuye en el repaso que en los primeros minutos se da a la historia del Movimiento de Liberación Palestino y que de alguna manera se cierra con un café marcando distancia con la educación que recibieron sus padres. Un derecho a lo cotidiano en el que, a pesar de todo, la muerte es el lugar del que sus pobladores aún no han sido expulsados, ni al que tampoco podrán ser conducidos de nuevo, porque los que resisten en aquel territorio no sólo tienen una razón para vivir sino otra para ser inmortales.
Por José Ramón Otero Roko
Publicado en La Marea y el periódico Rebelión.org (Septiembre de 2014).