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“Todo cuanto hay de valioso en la historia humana -las grandes realizaciones de la física y de la astronomía, de la medicina, de la filosofía y el arte, de los descubrimientos geográficos- ha sido obra de radicales” - Herbert Read.

Esto no es un artículo. A propósito de This is not a Film .




Cuando la luz es captada y engullida por su misma fuente se produce una involución brutal del tiempo en el mismo evento. Catástrofe en el sentido literal: la inflexión o la curvatura que hace coincidir, en una misma cosa, su origen y su fin, que hace retroceder el fin al origen para anularlo, deja espacio a un evento sin precedentes y sin consecuencias -evento puro.
Es también la catástrofe del sentido: el evento sin consecuencias se señala por el hecho de que todas las causas pueden serle indiferentemente imputadas sin que nada permita elegir… Su origen es tan ininteligible como su destino. No podemos remontar el curso del tiempo ni el curso del sentido.”

Jean Baudrillard, Las estrategias fatales.


A veces, cuando describimos metódicamente algo, en realidad estamos hablando de otra cosa que el inconsciente oculta detrás de otra forma que nos parece más racional, aparentemente más significativa en nuestra conciencia. Algo así sucede leyendo a Baudrillard, su descripción de la vida y la sociedad nos parece más existente que la existencia misma. La metarealidad que disecciona bien podría ser la que el cine reemplaza y suplanta y es ahí donde resulta indudable que su nivel de detalle se corresponde exactamente con lo que vemos, que lo pormenorizado en su pensamiento incumbe y es idéntico a esa vida que se representa y no a toda la que se vive.

La cita que abre este texto -que no es a propósito de la no-película de Jafar Panahi, no vista sino vivida en el Festival de Cine de Las Palmas 2012- es una cita más verdadera que la verdad, si se habla de lo que nos rodea, y la verdad misma si se refiere al cine. Cuando nos sucede algo en una sala de proyección, su origen es al principio desconocido, su tiempo y su sentido no tienen curso. Esos minutos en que aún no hemos ordenado lo que pensamos, ni sabemos del todo lo que sentimos, son los minutos de hiperrealidad de un filme. Cuando nos recomponemos, y creemos haber vivido una experiencia, la objetivamos y le damos el lugar que se merece. Es un acto que no es un hecho, es un simulacro, una lección acerca de la vida sobre algo que, en realidad, no se ha vivido.

Así la información entra en nuestra consciencia y ni el cine documental previo a Esto no es una película (This Is Not a Film, Jafar Panahi, Mojtaba Mirtahmasb, 2011) podía sustraerse a ello. Todo era la apariencia de otro acto, la acción de algo que había sucedido pero que en ese instante no tenía lugar. Baudrillard murió en 2007 sin ver esta cinta porque aún no había sido “realizada”, y los que le leímos, aquellos a los que puso a nuestra disposición una maquinaria casi perfecta para entender tanto menos que la vida, el cine, ahora nos tenemos que explicar qué ha sucedido, qué se ha efectuado, que constituye por primera vez la realidad misma.

Los fundamentos del pensamiento de Baudrillard respecto al audiovisual pasaban por dos ejes fundamentales: la pornografía y la noción de noticia como falso acontecimiento en los mass media; o sea, la pornografía física y la intelectual, ambas con un valor de signo intermediado, copia de lo real, más real -que no más verdadero- que la realidad misma. Y esto no sucede en la obra de Panahi.

El cine antes era, al fin y al cabo, o pornografía o propaganda, maravillosa cuando es la nuestra y, seguramente, va a seguir siéndolo a pesar de Esto no es una película, razón por la que, lógicamente, “no es una película”. El señor Panahi vive en Irán y es una de las pocas personas en el mundo a las que una resolución judicial les ha prohibido hacer cine. Ahí nos encontramos con la primera vez que Baudrillard nos falla. Toda la teoría del filósofo francés basa su existencia en que hay una fuerza rectora que lleva a representar en la imagen la existencia como una falsificación, como un conjunto de estímulos ficticios. Detrás de ello hay unos intereses económicos que han descubierto, sin conocerlo, que el inconsciente trabaja dando significado a unas cosas y la consciencia, a otras y, en ese hiato, la pérdida real de un ser amado se puede transaccionar por un coche más rápido que nos lleve o nos aleje de la muerte en menos tiempo de lo que tardó en llevarse la vida de esa persona. Ese mecanismo rector obliga a que la representación proceda de lo imaginado, o de lo inducido, más que de lo material, que las paredes reflejen las sombras de unos seres que no conocemos, que se acercan al fuego y que proyectan sus siluetas sin que sepamos quiénes son en realidad. A nadie, en el universo “baudrillardiano”, se le prohíbe hacer cine; al contrario, se le incita a hacerlo de manera espectacular y, por tanto, a neutralizar cualquier otro mensaje que esté presente en una obra. Sin embargo a Panahi se le prohíbe y por ello se vuelve imprevisible convirtiendo la escena en movimiento y el episodio en suceso.

Veíamos cine, juzgábamos los estímulos que producía y la forma de realizarlos. Llegó Panahi y abrió el pensamiento de Baudrillard: lo que me sucede, el gobierno que me sucede, la realidad que me sucede, es hiperreal. Es una ficción que no reconozco y que, sin embargo, me condiciona hasta prohibir no a mí -receptor de ese simulacro-, sino lo que yo hago, mis hechos. Entonces se declara un acto, se impugna (“This is not a film”) y se convierte la realidad en hiperreal y el cine en la realidad misma, en una acción objetivamente verdadera en la que la ficción lo es en la misma medida en que la vida a veces se representa a sí misma sin ser imagen de otra cosa, cuando no se finge más cierta de lo que significa en el fondo la existencia pública. No es una película, no es cine, es un hecho.

Jafar Panahi fue condenado en 2010 a seis años de prisión y veinte de prohibición a ejercer su oficio, el de cineasta. La resolución judicial está recurrida y mientras tanto sufre arresto domiciliario, permaneciendo intacto el castigo que le impide realizar películas, escribir guiones, viajar fuera de Irán o dar entrevistas a medios extranjeros o locales. La implicación de Panahi en el llamado “movimiento verde” (que fue uno de los antecedentes de las primaveras árabes en 2009) y el miedo del poder político y religioso en su país natal a que rodara un filme sobre las luchas de los sectores más dinámicos de la sociedad iraní, y que además fuera mostrado internacionalmente, motivó la condena. Junto a él recibió la misma sentencia Mohammad Rasoulof, realizador de 39 años con cuatro largometrajes en su haber. El último de ellos, otro desafío al régimen: Goodbye (Bé omid é didar, 2011), estrenado tras la resolución judicial, y junto a Esto no es una película, en Cannes, donde recibió el premio a la mejor dirección en la sección “Un certain regard”. Los cargos oficiales que pesan sobre los dos son los de reunión, conspiración y realización de propaganda contra el régimen.

Como decíamos, Panahi no ha reconocido esa ficción gubernamental, mientras que la impugnación de Rasoulof entra dentro de los parámetros casi convencionales de desafío a un gobierno. Él hace una película aunque le hayan prohibido hacerlo, como haría cualquier persona libre. Es además un filme con un notable grado de metonimia respecto a las circunstancias en que vive, pero no deja de ser cine. Panahi sí cruza esa frontera y deja de hacer cine para constituir una energía, su propia e idéntica circunstancia, una obra o, si se quiere, una acción política; una acción política que se reconstruye en cada festival en que es proyectada, en el sentido en que es “lanzada, dirigida hacia adelante o a la distancia” o “ideada, trazada o propuesta como plan con los medios para la ejecución de algo”. Y los que somos convocados en una sala a participar en esa acción lo que hacemos es precisamente “reunirnos, conspirar y realizar propaganda contra el régimen de Irán” porque, como decía Baudrillard, “toda la estrategia de una subversión inteligente nunca tiende a apuntar frontalmente al poder y a oponerse a él, sino a llevarle a ocupar la posición obscena de la verdad, la posición obscena de la evidencia absoluta. Pues ahí es donde, confundiéndose con lo real, cae en lo imaginario”.

Dos consideraciones finales sobre esto que está sucediendo en las salas de ciudades como Cannes o Las Palmas. Primero, la diferencia entre filme político y acción política. Un filme político, incluso cuando está rodado políticamente, haciendo caso a Godard, es esencialmente un medio de comunicación de una serie de ideas con el propósito de darlas a conocer y de que el público las debata y las comparta total o parcialmente. Lo que Panahi ha rodado comunica, por supuesto, pero comunica una sola idea política, la del plano final que no desvelamos pero que nos acerca, a los que nos sentimos cómplices del director iraní, a comprender por qué se incendian las calles. Cuanto más cerca estamos de una tiranía, más legítimo es el fuego. A partir de cierto momento ya solo cabe dejar de filmar y salir a la calle a levantar barricadas. Esta es una realidad, no un metadiscurso de una ficción más o menos épica que nos inflama y nos lleva a enarbolar una consigna falsa y violentamente identitaria. Es un hecho, es la única consecuencia razonable y, a diferencia de los fogonazos, los instantes del cine y de la imagen, sí podemos remontar su curso y su sentido. Es la vida, la vida o la muerte, porque cuando un régimen no deja a los ciudadanos ser lo que son o lo que pueden ser, entonces, si no hacemos nada, lo que somos deja de existir. Podrían ser encarcelados o fusilados Jafar Panahi y Mojtaba Mirtahmasb, el también director iraní que sostiene la cámara durante casi toda la cinta, pero su acción no dejaría de multiplicarse; su desobediencia seguiría dejando en evidencia la autoridad imaginaria de los poderes políticos y religiosos.

La segunda: ¿qué es lo que puede convertir a Esto no es una película en una obra de arte? Que tenga un valor artístico. La cinta no tiene ningún valor artístico reseñable durante las primeras tres cuartas partes del metraje. Hay algún chascarrillo cinematográfico, mucha pena y autocompasión con la situación en la que vive el director, información sobre el modo de vida en Irán de las clases acomodadas y algunas pistas que incitan al morbo de pensar que se va a tratar solo de un gesto, como el cuadro Ceci n'est pas une pipe de Magritte. Pero los veinte minutos finales, justo cuando deja de rodar Mirtahmasb, son los minutos más trascendentales de la historia del cine desde la escena de la escalera en El acorazado Potemkin (Bronenosets Potyomkin, Sergei Eisenstein, 1925). Si hace cien años la humanidad escapaba de su condición de infante reducido a la tutela de la Iglesia y el ejército, y se precipitaba en la escalinata de Odesa, en la obra de Panahi baja en ascensor hablando con otro ser humano, abriéndose al mundo del porvenir en una de las más asombrosas planificaciones de un plano que ha dado la historia y que la convierte en una obra maestra; porque la verdad es que si fuera una película, sería la primera que trasciende su propia condición y si negamos esto, es solo para desafiar al régimen. Vendrán muchos y muchas más y los espectadores dejarán de ser espectadores para ser testigos de la defensa. Y de igual modo, esto no es un artículo, es una declaración que envío para que así conste a las embajadas de Irán en Madrid y Londres el viernes 6 de abril de 2012, un día que me recuerda lo mucho que mi país se parece al suyo y lo cerca, paradójicamente, que comenzamos un territorio y otro a estar al principio del camino de no parecerse a nada de lo que hayamos conocido.

José Ramón Otero Roko

Publicado en la Revista de Cine Transit y en el portal Rebelión.org (Junio de 2012).
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