David Cronenberg, un cineasta cuyos riesgos técnicos y narrativos están hoy en la categoría vintage del cine, ofrece una nueva entrega de esa autobiografía atormentada que intertextualiza en sus películas y que por otro lado no evoluciona más allá de una encarnizada subjetividad, algo que valoramos especialmente, pero que, combinada con la fama y el dinero, ha plantado un muro que la impide crecer y sorprendernos.
Cronenberg ha tenido con “Cosmópolis” el encargo del productor Paulo Branco de llevar el bestseller underground del mismo nombre escrito por Don DeLillo a la pantalla y, fiel a esas falsas señales que envía el ego a los tipos con talento, decidió, y presume de ello, escribir el guión en una semana y montar la película en dos días, lo que se nota, y mucho, en una obra que no tiene más vocación que proporcionar un par de escenas anecdóticas a los empleados de banca que tengan alguna inquietud moral, alguno habrá que la tenga, y colorear el currículo del músico y modelo Robert Pattinson (el sex-symbol de los blogs rosas, cuya carrera de actor parecía definitivamente alejada de las salas que frecuentamos por su papel protagonista en la saga Crepúsculo). Sin embargo este Pattinson puede darnos algún susto más en el futuro introduciéndose en otras películas a priori interesantes, ya que la frialdad y la perversión de Cronenberg juegan a favor de su personaje y seguramente un sector del público, pese a haber cumplido dos o tres veces los 16 años, esté feliz de volver a verle en la pantalla.
“Cosmópolis” cuenta la historia de un bróker adolescente de Wall Street que tiene el capricho de cortarse el pelo en el otro extremo de Manhattan mientras la isla es visitada por el presidente de EEUU, supuesto acontecimiento que termina por detener el ya de por sí maltrecho tráfico del barrio. El tipo va en una limusina, se siente orgulloso de su fingimiento autista y cree que la ciudad actúa para él, desde los manifestantes antiglobalización hasta los cuadros de mando de la represión financiera que corren de un lado a otro por las calles de Nueva York buscando dinero. Mientras, Eric Packer, así se llama el personaje, recibe visitas en el propio coche, visitas que recrean los tópicos que los no iniciados tienen sobre los hackers, las marchantes de arte o la corte de los especuladores.
Packer sufre de vacío existencial, vacío que es explorado por un médico en la única escena que ha logrado calar entre los fans de Cronenberg más acérrimos, y el vacío existencial tiene como síntoma un enorme vacío en los discursos que se pueden elaborar a partir de el. De ese modo Packer es un billonario que se cuestiona el capitalismo el mismo día que está a punto de arruinarse, pero es un cuestionamiento lujosamente cínico, o sea, si a Cronenberg le pudieran entender los y las fans de Pattinson, cosa que me permito poner en duda, al final quedarían fascinados de nuevo por ese outsider en limusina al que sólo le reprocharían que se tire a una ya envejecida Juliette Binoche (en una escena que merecería que la otrora fascinante actriz francesa despida a su agente) y no a una supermodelo a la altura del automóvil.
Si Paulo Branco creía que iba a hacer un superhit del “cine raro” o “rarito” (me niego a considerar “Cosmópolis” como una película de creación o de autor) y que juntando a un Cronenberg que se identifica con las vacuidades de DeLillo y ese lenguaje que en todo momento avisa de que ha sido tomado prestado (a la vez que su conciencia contradictoriamente le dice: “no dediques más de una semana a esto, David, y dos días a montarlo…”), con una estrella que lo hubiera sido de la extinta revista Super Pop, llegamos a la conclusión de que “el qué más lo ha flipado” es Branco. Un reputado productor portugués que ha conseguido poner en marcha maravillosas películas de Raoul Ruiz, Alain Tanner, Manoel de Oliveira, Chantal Akerman, Olivier Assayas, Paul Auster o Wim Wenders y al que en esta ocasión le han vendido una idea sobre lo culpable que puede sentirse uno de ser rico, que lo debe, pero cuyo resultado ha sido un spot de 109 minutos para una estrella adolescente y un año de chutes de dopamina para el director canadiense, al que se le ve más fascinado por aplicar al cine la técnica literaria del cut-up creada por William Burroughs, que por entender el mensaje de lo que él mismo traslada a la pantalla. Y ese mensaje al fin y al cabo sólo es como aquel “Wall Street” de Oliver Stone (1986), pero que en vez de subyugar al obrero en su docilidad, epata al “moderno” sin ideas y sin ideología.
José Ramón Otero Roko
Publicado en el diario cultural online Culturamas y en el portal Rebelión.org (Octubre de 2012)