Los aficionados al cine llaman “cofres” a los cuidados formatos especiales – libres de plástico – con los que a veces las editoras regalan la vista a los cinéfilos. La editorial barcelonesa Intermedio DVD, famosa por hacer atesorar a sus seguidores algunos de esos arcones repletos de joyas modernas del cine (desde Jean-Luc Godard a Lisandro Alonso, pasando por Jonas Mekas) acaba de editar otro más en tiempos de acceso universal a la cultura a través de internet, pero también en tiempos de acumular con nosotros las evidencias de un presente y un futuro del cine genuino. La alhaja, más bonita, más preciosa, más valiosa si se quiere, y no muy cara, está dedicada al director portugués Miguel Gomes, que los enamorados de las imágenes en movimiento recordarán por Aquel Querido Mes de Agosto (2008) y por éste Tabú (2012) que triunfó en la Berlinale y que en España ha podido estrenarse hace muy pocos meses tras obtener el Premio del Público en el Festival de Cine de Las Palmas. Un cofre, lo repetimos, que reúne ese último largometraje con la casi integral de sus cortos, en un arca de la alianza entre cine de autor y afinidad electiva de los espectadores.
La peculiaridad de Tabú es que se trata de una película de vanguardia que logra ser amada por el amante del cine clásico. Todos los recursos estilísticos que pone en juego, desde hacer que gran parte del metraje fuera mudo, antes de que se estrenara y se conociera The Artist, hasta combinar el blanco y negro en 2 formatos de película diferentes, 16mm y 35mm, están al servicio de una mirada singular que justifica plenamente el adagio de ‘cine de autor’ a los reticentes y a los nostálgicos de las décadas doradas de la producción industrial en Hollywood. Tabú es una obra que se sumerge en África para contar una historia de amor en las colonias portuguesas del continente, pero que también nos muestra el porvenir de un romance frustrado. Y, cómo no, en un movimiento magistral, la terrible mentira que el hombre blanco hizo vivir al hombre negro, y a sí mismo, en ese territorio.
Hablar de contrastes en relación a Tabú es dar sólo una vaga idea de lo que nos encontramos en el film. Primero está lejanamente inspirada en una obra de 1931 de F. W. Murnau del mismo título, que no pudo ver estrenada al morir a los 42 años. El Tabú de Murnau quiso rodarse en África, aunque finalmente fue llevado al Pacífico Sur, y también fue una película muda de amor, pero ahí se acaban las similitudes. Gomes lo traslada al Mozambique colonial de los años 50, un pasado con el que los portugueses están reconciliados gracias al triunfo de la Revolución de los Claveles, y hace que una historia llena de humor, de anacronismos, de música ye-ye y de inteligencia, comparta metraje en la parte sonora del filme con la narración del Portugal contemporáneo donde una anciana, la amada de 60 años atrás, es una adicta al juego que va perdiendo la memoria de todo excepto de aquel primer anhelo parecido a un destino.
De Tabú extraemos tantas conclusiones que es la realidad la que finalmente parece superficial comparada con el velo onírico de este Tabú y su narcosis. La épica, a la que tan aficionado es el cine de masas, se ha vuelto un territorio en el que se oculta que el relato victorioso se escribe a medias entre los que quieren ser absueltos de su juicio y los que temen mirar atrás. Los derrotados vuelven a casa diciendo que no participaron en batalla alguna. Los enamorados recuerdan durante toda la vida la geografía de una ciudad que sólo existió en el interior de su amor. Los espectadores rememoran esa parte del pasado como si se tratara del coma del progreso, y tienen razón cuando nos lo enseñan como una pesadilla de erradas absoluciones, y condenas, que han sido causa de este presente insatisfactorio en el que vivimos. Tabú los desmiente un poco a todos, excepto al público. El ayer, cuando se da forma a una obra de arte, es una pugna entre subjetividad e Historia.
Del delirio del colonialismo europeo en África queda la fantasía del paternalismo y la civilización a cambio de un precario bienestar que esclaviza a tantos. Los que vivieron su juventud en un ambiente opresivo e inmoral no recuerdan lo opresivo y lo inmoral, sino su propia juventud, edad del ensueño por excelencia, que, si no es hurtada por la ausencia de un mínimo confort, es siempre territorio de maravillosos recuerdos. Pero algo falla en ese relato, que se le da desde arriba hecho a las sociedades, porque muchos de sus pobladores terminan desorientados, incapaces de anticipar el porvenir, pretendiendo prolongar ad infinitum el siglo XIX o los que le precedieron, cargando con las consecuencias de una razón conservadora, privada y debida a intereses que les son desconocidos, que ha provocado que a menudo sea inevitable la infelicidad.
Pese a todo, tal línea de pensamiento, puede ser destilada a través del arte. Entonces muchos entienden lo que les ha sido negado entender. No todo era belleza cuando diste tu primer beso, quizás muy poco, incluso en África, excepto tú ofreciéndolo todo a cambio de nada. No fue la vida quién te impidió ser quien pudieras haber sido, sino un orden de cosas que ignorabas y que has pretendido seguir ignorando. Es cierto cuando dices que no se parece aquel curso natural de nuestra existencia con lo que hemos terminado por aceptar que fuera real, incuestionable. Esto que repetimos incansablemente, esta actividad mecánica y fingida, hace invisibles nuestras huellas y confunde los recuerdos. No puedo creer que aunque nuestros rostros hayan cambiado no seamos las mismas personas. En ocasiones probar las certezas es un tabú cuando se mira al pasado porque van a ser inevitablemente refutadas.
El cine de Gomes nos devuelve mucho de lo que admiramos de esa parte de la humanidad que son los portugueses. Esa ironía llena de ética, que apenas se permite caer en el cinismo. Esa lengua que arrulla y que surge como quien recita un poema cotidiano. Esa presencia, y ese abandono, de los que no han perdido una guerra ni la han ganado, pero han luchado siempre, en una batalla interminable. En Miguel Gomes prevalece un significado al hacer cine que nos lleva a contemplarlo como si asistiéramos a un presente alternativo en el que lo posible y lo imposible se debiera a categorías que el resto del tiempo nos parecen inalcanzables. El relato es entonces una razón común, porque va a alumbrarnos más allá de los mitos, porque nos empuja a creer que la verdad es lo único que tiene sentido en este mundo.
José Ramón Otero Roko
Publicado en el periódico La Marea y en Rebelión.org (Noviembre de 2013)