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“Todo cuanto hay de valioso en la historia humana -las grandes realizaciones de la física y de la astronomía, de la medicina, de la filosofía y el arte, de los descubrimientos geográficos- ha sido obra de radicales” - Herbert Read.

Letras Ácratas, por Virgilio Tortosa

El prólogo imposible




Cómo comenzar —acaso a la manera foucaultiana— por el medio, en el entre, sin irrupción abrupta ni más precipicio de salida sino el bosque de palabras, la cadena del discurso, el sombraje del lenguaje dejándose llevar por la musicalidad y las insinuaciones del sentido poético de todo nombrar sin más… Mucho me temo que imposible tentativa pero no por vano debe seguir su intento. Todo prólogo es un remedo/remiendo del texto que le sucede, y en este caso resulta la dificultad de dar cuenta de un artefacto poético que en su deconstrucción se reconstruye para así significar (acaso su imposibilidad).


El ser humano se sabe desnudo y despojado de sus posesiones frente al mundo en esta modernidad que sólo le deja lamerse las heridas abiertas por la caída de aquel gran pacto en el que mentar el mundo era poseerlo, pues las condiciones históricas sólo dan para una disipación de aquella ingenuidad primitiva e instalación en el dolor que nos aqueja desde finales del xix, y por cuya herida supuran todas las fuerzas líricas que se quieren tales desde entonces: es una toma de conciencia de quedar abocados al lenguaje y de que éste ya no puede dar cuenta de la realidad sino mediante el orden traicionero de las palabras que nos hurtan partes sustanciales del significado de la realidad. El hombre ha sucumbido en una espiral indefectible de la que no acaba de salir sabiéndose pasto del lenguaje. Si en los 70 nuestro panorama poético hacía supurar esa herida de compostura teatral novísima y adobes venecianos pero ventilando la vieja poesía hasta dejarla extasiada en posteriores epígonos que repitieran como papagayo el mantra ya imposible, tuvo en los 90, hasta esta parte, algunos poetas audaces con su réplica continuadora, e incluso a inquietantes poéticas impugnando la dinámica histórica de las palabras en una suerte de propuestas contrarrealistas, y tiene en esta segunda década del siglo xxi una isla que se quiere archipiélago poético por su singular cambio de venda y vuelta a remover con el bisturí la herida siempre sangrante del lenguaje.


Pero lo que allá y entonces fueron formas y maneras esteticistas aquí nos convoca una dislocación gramatical nada gratuita por cuanto el yo sangra y sin embargo no se le encuentra cuerpo alguno sobre el que aplicar el vendaje. Pobres criaturas las humanas sin el lenguaje, de hecho es éste el que nos crea y nos confiere dimensión día a día, pero no menos cierto es que somos sus víctimas más propiciatorias al dejar pocas rendijas de escape: entre sus grietas un puñado de poetas centroeuropeos, y también alguno anglosajón por qué no decirlo, han ido escribiendo la poética más certera sobre ese embrutecido lugar en el que la civilización ha encallado y de la que trata de sustraerse (como si fuera posible). Quizá por eso esta escritura no merecería prólogo alguno sino abrirse paso a hachazos de lector por cualquier lugar y desde cualquier sitio porque su final no deja de ser una invitación a volver de nuevo al inicio en un movimiento rotatorio sin visos de interrupción («Que en la juventud no / engendramos / principio / ni fin» [102]) ni comienzo alguno, en una solución sinfín.




Tabula rasa




Destruir todo para crear todo parece decirnos La Falta de Lectura. Si toda cita siempre genera el marco desde donde crear las condiciones de lectura del texto al que precede, no resulta inocente que cada una de las partes de este poemario venga encabezada por pensadores libertarios o revolucionarios de diferentes épocas, o aledaños como situacionistas, que catapultan cada una de las perspectivas del acto lector. En un tiempo de amplio arraigo de las democracias occidentales pudiera pensarse que la libertad es la máxima expresión social cuando ésta se ha convertido todo lo más en mero acto individual de consumo para bolsillos pudientes o hipotecados. El poemario habla de la imposible posesión física, mucho que la sociedad (consumista) actual se empeñe en su contrario. El inclasificable Agustín García Calvo enmarca el capítulo III con una cita en la que evidencia la dependencia del lenguaje para con nosotros; su final muestra que la libertad del pensamiento ajeno a sus ataduras o imposibles clasificaciones genera la magia, por ejemplo de la mano que se acerca sin saber por qué a un libro, motivo por el cual el poema introductorio a continuación replica que el «Deseo del lector» no es otro sino el de «/ las manos // poseen // a la distancia // de las palabras /» [41], porque como el verso de Eliot lo que poseemos es todo lo que no poseemos. Y, volviendo al lenguaje, ése es todo un exilio de nuestro tiempo: integración física por una parte entre letras y cuerpo, pero al tiempo exilio el de las palabras. Un tiempo éste en el que se ha extendido aquella «paz cultural» de la que hablara Roland Barthes que a todos nos alcanza en el día a día de idiocia suma. Por eso no resulta inocente predicar la libertad pero sin «asaltar ninguna muralla...» [53].


Al igual que el anarquismo propugnó un orden social libre y autorregulado, este poemario propone su particular receta para alcanzar todo eso empezando sobre todo por el orden del lenguaje, ahora ya no normalizado ni sujeto a ningún tipo de reglas convencionales sino invitando a lo que pudiéramos llamar un uso libertario de éste, cuyo resultado ensancha todas las posibilidades sígnicas del mismo saltándose los límites impuestos por la coherencia, la historia y la academia: esas anteojeras con que todo lector normalizado limita su territorio. La Falta de Lectura nos propone transitar la vida con la libertad del lenguaje y su posibilidad significativa, la libertad de elegir por ejemplo, nos dice su autor, las lenguas desconocidas, en una suerte ahora de antiesperanto: «rodear hacia fuera cualquier palabra otra / decidir qué hablas qué no sabes qué lenguas» [53].


Será ahora en este siglo xxi la lucha en el escenario del lenguaje su lugar primordial, porque puestos en harina no hay otro espacio más importante para la revolución en nuestras sórdidas vidas cotidianas sino ése precisamente: en un tiempo en el que todos los indicios nos refieren su progresiva depauperación en manos de nuevos analfabetos funcionales como los que genera nuestra sociedad; relegado por los poderes fácticos de nuestro tiempo (financieros y especulativos, mercantiles y productivos, científicos y tecnológicos, políticos e incluso académicos...) a un lugar irrisorio, La Falta de Lectura nos lo sitúa en los raíles de la historia con mayúsculas porque es ahí donde se convocan los aspectos capitales de la sociedad y del ser humano de nuestro tiempo. Entender eso es dar curso a la revolución que se nos avecina, la cual deberá comenzar con la revuelta del lenguaje. Tabula rasa, pues, de doble sentido, político en tanto mostración de una sociedad colapsada por sus propias trampas mentales (intelectuales, ideológicas, estéticas...), pero también en el modo de vehicular su relación con el mundo a través de las palabras traicioneras, taimadoras, manipuladoras, incapaces de dar cuenta por más tiempo del orden del mundo imperante: el «tranquilo / Silencio de la lengua en el que nada parece» [27].


Quizá por ver cumplido su ideal ampliamente centenario, nacido para hacer frente al primer capitalismo industrial no lo olvidemos, no hay mayor invocación sino la de la negra muerte aquí revestida de trasunto revitalizador, vigorizador, un renacimiento: «Es a la muerte / en lo que el hombre desea, y nacer de nuevo» [63]. Y por si quedan dudas, el poema «Mirador» contiene la clave ideológica de este canto al ser la preposición ‘a’ del penúltimo verso no sólo primera letra alfabética sino anagrama del movimiento que vindica: «En la huella / de cada letra / el silencio // Hiere a / cuánto ama»; confirmación que vendrá dada en los versos finales de «Esquina»: «A / sí, no como fin, sino como constante en tú, principio.», en su doble acepción: vitalista (con la posibilidad asertiva de «Así») pero también ideológica (con «A» de Anarquía).




Decir/se para volver a inscribir/se




El lenguaje lo carga el diablo. Desgastado por su propia deriva histórica hace tiempo que ha dejado de significar a la manera convencional como lo utilizamos normalmente (‘automatizada’ como dijeran los formalistas rusos): no podemos olvidar que la poesía oficial o canónica desde los ochenta cayó en las vías muertas de su ‘normalidad’ que se volvió subnormalidad (en buena parte de los casos) por no dejar margen de maniobra para el discurso subversivo, crítico, experimentador... extirpado o derivado a la periferia del ecosistema cultural de nuestro tiempo, aquejado por el penoso lastre que impone la presión normalizante del discurso poético en nuestras lides. 


El encadenamiento histórico del lenguaje por inercia, decíamos, uso y abuso, tergiversa el sentido de las palabras hasta conseguir subyugarlas a una lógica bienpensante. Sabedor de ello, su autor no pretende otra cosa sino una compleja labor de zapa levantándole la piel al/del lenguaje para entrever sus costuras y pliegues, su revés, y comenzar así a nombrar de nuevo el mundo desde cero generando un nuevo orden, libre ya de esas viejas ataduras e incontrolable al poder, para lo que se hace escurridizo como grasa animal y líquido como agua capaz de colmar toda sed. Toda una subversión del orden establecido desplegada a lo largo del poemario desde su estrato más primario y la materia básica del poeta: el lenguaje. Es, pues, la escritura de José Ramón Otero Roko una labor permanente de dinamitado del lenguaje, minando a cada cruce sus posibilidades sígnicas y volviéndolas a generar bajo una nueva significancia, ahora libertaria, ácrata, y sin más reglas que su sola combinatoria: no en vano será el orden de las palabras y su ritmo el que generen toda la fuerza sígnica/significativa del poema en una deconstrucción (y posterior reconstrucción) perpetua. Es por eso que disloca toda gramática al uso, subvierte sintaxis (cruce imposible de estructuras), desreglamenta léxico (mezcla palabras creando un nuevo léxico a través de combinatoria audaz mediante el portento de su fricción fónica, transgrede campos semánticos, desaparece repentinamente palabras) trastoca concordancias generando discordancias, altera puntuación, trampea acentuación imposible, coquetea con mayúsculas caprichosas, encabalga versos y parte azarosamente a final de verso palabras, altera imposibles formas personales del verbo, preposiciones... Si una de las características históricas de la poesía de todos los tiempos fue su sonoridad o fonación, el poemario saca partido a toda ambigüedad posible que genera el «decir» del verso oralmente a través de una resemantización según la pronunciación versicular, provocando un ramillete de posibilidades sígnicas que en cualquier caso eluden toda monosemia; tal es el caso de «abría» que puede ser perfectamente «habría», o «Í vamos» puede ser según convenga «Y vamos» o bien «Íbamos», u «hoyo» puede ser «o yo», o «de talle» pasa a «detalle», o «en su vida» se puede convertir en «en subida», o «en lo que le es» puede llegar a ser «en lo que lees», pero también otras más dificultosas como «envidia o muerte» para poder significar «en vida o muerte», «ves / o» que puede convertirse en «beso», «se» que puede tener la doble acepción semántica según verbos «ser» o «saber», o «se vahacia el vacío» que puede significar «se va hacia el vacío» aunque también «se vacía el vacío», o «y a / l fin» que puede significar «ya al fin», o «que se entiendo» que pasa a significar «que sintiendo», etc., etc. Ya no es tiempo de esperantos universalizadores sino de locales distorsiones al calor de la lumbre al acampar en la montaña. Es obvio que el presente artefacto no está pensado para miradas complacientes y lectores convencionales porque los ahuyenta a primeras obligando a repensar todos los órdenes de la escritura, obligando a romper todas las camisas de fuerza que como lectores nos hemos ido (im)poniendo, obligando a abandonar como lastre todos cuantos prejuicios nos conforman como lectores en la antesala de su umbral de La Falta de Lectura. Excesivo o necesario, según se mire, reto para una sociedad medida por el rasero de su simplificación normalizadora (y/o imbecilizadora llegado el caso).


Todo lenguaje opaca siempre más que licúa, transparenta como el barro y espesa como el agua. Sabedor de esa fragilidad, la poesía de Roko evidencia el poder líquido de las palabras siempre escurridizas como torrente de manantial en busca de su lecho, inasequibles al desaliento e imposibles de cualquier doma a toda lógica humana: la poesía no es otra cosa sino la tensión entre el orden y el caos de esa (a)lógica lingüística a que la naturaleza humana nos ha dotado desde bien atrás. La poesía esconde más que muestra, vela más que revela, y la realidad se nos muestra siempre sospechosa: el lenguaje es puro cegamiento dijera Gadamer, y en ésas estamos poniendo ojos a los cuerpos con los que percibir nuevamente. De escribir por primera vez esa realidad se trata en esta La Falta de Lectura, volviéndola a nombrar, por esta vez de un modo original por nuevo, como si fuera la originaria: un signo virginal capaz de hacernos temblar nuevamente como si fuera el primero de los tiempos. Acaso sea ése el único reto posible de la poesía en este nuevo siglo: nombrar lo imposible. Para obviedades ya están los otros discursos de nuestra realidad, incluida una parte sustancial de la publicidad y del cine que nos llega, pero también de la narrativa y del teatro que triunfan; en cambio, la poesía puede llegar a ser, debe serlo por su vocación marginal y por una ubicación liminar tan singular en la actual sociedad, ese espacio diferencial de libertad absoluta como la concibe el creador de estos versos.


Por eso el lenguaje nunca refleja, por más que se pretenda, la realidad sino que en todo caso la refracta («la realidad hecha de la ruina del lenguaje» [32]). En un pasado lejano se quiso posesión pero nada más lejos en plena modernidad sino desposesión traumática de su hablante: «Todo se vacía en lugar de lo escrito» [29]. Lo creemos dominar (existen técnicas como la oratoria, la retórica y la poética en el caso que nos convoca) pero en realidad nos domina él a nosotros. Quizá por eso, sabedor de ello, su autor no coquetea con todos estos fenómenos marca de la vieja lírica desde su origen mismamente, sino que la entrega enjuta, crujiente y forzada para su fin nominativo originario. Y elige como estrategia lingüística la destrucción por nueva forma de construcción. Un ejemplo de dicha de(con)strucción virulenta ejercida en el interior del poema será el titulado «Continuidad de z e r o» que dice: «El silencio le / e le tras a letr / a palabra / s  a / palabr / as.» [71], y del que no nos resulta difícil reconstruir su orden normalizado «El silencio lee / letras a letra / palabras a palabras.» (como ocurre en el atropellado «menost uenel espejo» [90], etc.), pero donde más difícil resulta generar el orden oculto con el que pretende crear las claves de lectura el poema a partir de un juego matemático que lo sustenta (tras esa desestructuración lingüística), al ser la «a» (de «letra») última letra de esa palabra al tiempo que primera letra del alfabeto, y por eso singularizada en el poema (cual preposición) a principios de tercer verso, del cual se vuelve a caer la letra «s» final de («palabra») como segunda de a bordo en cualquier letra (por generar su plural), de lo cual deducimos un orden oculto connotado en el que el poema nos indica que «leer» «tras» «as» (primera y segunda letras) es generar, a resultas, una «Continuidad de zero». Cabe añadir que el frecuente juego de discordancia de número (combinatoria de singulares y plurales) no pretende sino afirmar la singularidad del acto vital, tal cual el lenguaje, bien que lo consensuemos y validemos socialmente para legitimarlo: En «Volver» se habla de «La palabras / las palabra»; una sustracción y adicción del plural en ciertas palabras resignificándolas.


Decir es el acto supremo humano; acto potencial de construirse pero impotente mascarada de quien se «borra» en el acto de «nombrarse» como nos dice el poema «Peso de un niño», porque su densidad es precisamente la de lo que se sabe proyecto de futuro sin más peso específico [49], porque las palabras se quedan siempre desoladas, heridas por la impotencia de lo que nombran y no poseen: quizá por eso «todo lo que escribe / escribe contra Uno» [60]. Y nombrarse es el lugar de la desposesión perpetua, como nos recuerda el verso «No ha lugar   Que yo nombre» para luego sentenciar «Quedo   Del otro lado   Nadie   Fuera...» [94]. El lugar de la ausencia de identidad, también pasto del lenguaje: «Qué me llama yo» [101] dirá en los versos finales del poemario. Siendo artefacto lingüístico el poema, su lenguaje evidencia las trampas y embustes continuos de los que no hay escapatoria sino pura deriva: «Entregado entre / Un sentido errado, herrado / Entre un si o / O un nos» [67]. Una ceguera (la del lenguaje) «halla o no haya / luz, si sonámbulo te acompañas» bien que antes el sujeto poético haya aclarado «que no comprendo aquello que no / digo», porque como comienza el poema «Mirada escrita de los ciegos» «nos lo enseñan todo las palabras, todo / como ocultan sumidas subsumidas en su / nombre propio, ensimismadas tanto / en lo visible como tampoco has de re / clamarlas grito decir luz gritar grito» [64]. Motivo por el que la poesía se halla en el entretanto, en el camino hacia el decir sin pronunciar: «nada solo está perdido, está vacío entre / las voces entre las palabras silencio fuera» [33]. Como sombras que acechan, el lenguaje siempre se nos vuelve en contra nuestra como pesadilla en persecución: «Temes las letras. / V / Mas a la muerte,» [28], esto es: «Temes las letras. / Vas / a la muerte,» pero al tiempo «Temes las letras / Más a la muerte,».


Un juego de sístole y diástole que derruye y construye simultáneamente evidenciando esas trampas taimadoras del lenguaje y proponiendo un modo diferente y un orden del discurso alternativo al uso normativo: el discurso poético es un juego, lingüístico, pero juego deconstruido y sin reglas acaso. Allí donde se ensanchan sus posibilidades y comienza toda vida tras su umbral.




La doma de la escritura, el salvajismo de la lectura





Conquistada la escritura desde bien antiguo, no hace tanto que una lucha encarnizada del siglo xx nos devolvió un espacio históricamente secuestrado en la cultura y en la literatura tan capital como lo es el del lector. Bien pensado, figura necesaria e ineludible en todo acto de lectura pero ajena institucionalmente a toda consideración en el seno de eso que llamamos literatura. Desde entonces, este necesario lugar de acceso a la obra literaria es el peaje ineludible para cruzar el umbral (textual), la puerta de acceso que vigoriza todo texto, y genera la inevitable interpretación.


Como la doma (de caballos), la escritura deja sus huellas sobre los lomos del lenguaje; robar a la naturaleza animal, partir del caos para devolverlo al orden humano por un tiempo, en eso parece consistir la escritura. Un marcado sobre la piel animal con el lenguaje mismo, nuestro revestimiento mientras escondemos nuestras cicatrices. El acto de lectura, desde luego, así nos lo dice el poema «Doma de la lectura» [65], no es más que el virulento forcejeo que el hombre lleva a cabo contra la salvaje naturaleza (animal) hasta quedar totalmente sometido el sentido. Parece pues inevitable entender, por qué no, la interpretación del sentido como una doma o domesticación del gusto lector de acuerdo con viejos paradigmas y consignas, modas y modelos a seguir, estándares al uso. Sin embargo, es más propio entender en estas circunstancias la escritura como una auténtica doma del universo, mientras que la lectura es su reverso: una vuelta al orden salvaje que nos gobierna. La lectura, pese a lo que nos propongan los usos literarios más convencionales de nuestro tiempo, convoca la parte animal que llevamos dentro, lleva al «desorden, a la ausencia. / La ausencia, de sentido en sentido» [29]. La entropía hermenéutica que fuerza todo texto hasta hacerlo decir en su puro límite.


Aunque dicho eso, si el lenguaje crea sus propias derivas interpretativas por la simplificación lectora unánime con que actúa la normalización y el someterse a la norma, este poemario es un intento continuo de escapar a toda norma preestablecida o a todo pre-juicio lector, por eso la lectura es un acto de resistencia a la contra: «todo lo que / lee lee /contra vosotros» [59]; en ese acto de interpretación (y validación de lo real) ya no valen los instrumentos sosegadores que nos decodificaban el mundo («vuestro diccionario / escribe contra vuestra lengua / contra vuestros ojos» [59]) sino que sólo es posible entregarse virgen, sin mayor carga prejuicial o herencia del pasado, vacío de posibles conformantes manipuladores. Abandonemos, pues, viejos manuales, históricas recetas, manidos recursos de nuestra cultura para empezar a leer libremente.


Ocurre que los discursos que circulan masivamente, los libros, obligan a un esfuerzo interpretativo y a incomodar al lector que no quiera autocomplacerse con el estado de cosas de forma pasiva y aceptadora, tal que la sociedad acomodaticia y carente de esfuerzo ahuyenta en este sacrificio a sus lectores fuera de toda lectura fácil, digerible, masticable hasta la simplicidad como ocurre con los exitosos best-sellers que tanto abundan, por lo que esa «Unidad» hermenéutica del discurso «entrega / rota / La lectura» [56], y no será sino la capacidad interpretativa la que reconstruya esa unidad de sentido y de mundo que confiere el lenguaje: una eterna pelea entre el tiempo de la escritura y el de la lectura tratando de secuestrar su distancia histórica. Un lugar, pues, para, si no iniciados, sí, esforzados desentrañadores de sentido, distanciados de los «mismos caminos» y buscadores de sendas ignotas por las que perderse. Quien no guste de la curiosidad y del reto que ello supone, mejor no entre... parece decirnos su autor en el inicio de «Parar»: «Sólo la valentía nos aprende a leer, y solos / Nosotros» [83]; y todo lo contrario, su final insiste en que «Sólo bajo la cobardía os enseñan a leer» [84]. Eso sí: quien decida caminar por la senda del reto personal que tiende todo texto, su recompensa será infinitamente mayor que la de quien prefiere la comodidad de los signos imperantes. Su libertad absoluta e incondicional. Toda una declaración de intenciones avanzada en el poemario, por si acaso alguien al azar comenzara a leer hacia esa página, y luego siguiera salteadamente por el orden caprichoso de su designio.


De ahí las zancadillas constantes al lector y el tratar de empujarle hacia los límites del texto virulentamente y de una forma continua, incomodándole a cada paso que da. ¿Qué otro sentido pudiera tener la permanente dislocación gramatical de los versos? Una alteración constante ortográfica permite la lectura libre, insinuante y maleable hasta el límite de sus posibilidades en el lector, de acuerdo con el máximo grado de ambigüedad posible creado por el poema: lo que ciertos formalistas llamaron un desvío del lenguaje, aquí absoluto. Texto irreverente, aunque en todo caso juego a manos del lector lúcido y con voluntad de ser retado constantemente (en el desciframiento de un mensaje oculto de dimensiones incluso geométricas).


Y si todo es pasto del lenguaje, con qué derecho la lectura nos nombra. No se ocupa el lenguaje de aprehender al ser humano («- Yo no te entiendo en mi escritura») y sin embargo ser consciente de ninguna otra posibilidad para conocerse («- Yo sólo te aprendo en lo que leo» [66]), por eso el lenguaje es una «Sima / en las grietas» [66] o «Cripta, abierta, la palabra» [83] que rellena los huecos del decir. Habría que recordar la desconfianza de Platón para con la escritura por sus derivas (de sentido) incontrolables frente al discurso dicho, oral, puesto en boca: pura acta notarial en sí.


Acto de equilibrista el de la lectura («entre signos que suspensos, caigan» [92]), pero modo único de «apre(he)nder» el mundo porque toda escritura disemina sentidos que su contrario concentra en quien la ejerce. Acto instantáneo el de la lectura de nombrar la realidad («Máscaras donde falta la palabra» [49]) mediante reglas ajenas al sentido de lo nombrado («En ortografías duras como tierras» [49]) que vuelve al silencio lo que de él recupera («Y quién la nombra hasta borrarse» [49]), pero hiriendo lo que alude por ese incendio que produce en el lector con su vivo estímulo cognitivo («Hiere a / cuánto ama» [50]).




La aurora rasgada por el canto





Proyecto éste, cual funambulista, de alto riesgo (y tensión contenida); hay en él pretensiones de arrasar la realidad con el lenguaje para crear una nueva cultura, de romper toda signicidad viciada por el uso traicionero de las palabras, timoratas y fantasmales, y volver a nombrar todo, pero por esta vez sin mayores deudas que las de la libertad absoluta, por eso José Ramón Otero Roko proyecta nada menos que una escritura asignificativa que vuelva a alumbrar tanto el lenguaje como la realidad que evidencia éste. Allá donde la lengua prende al decir: para que una nueva aurora sea rasgada por el canto. 


Hay en este artefacto textual voluntad de romper toda atadura referencial del lenguaje para con el mundo (al que se había postrado), y componer libres sus ataduras invisibles. Ahora el lenguaje remite a su propia fuerza y energía interna sin mayores necesidades sino dejarse llevar como vals por entre la pista sin saber dónde comenzar, por dónde transitar, desde dónde proseguir, a qué fin… Una asignificatividad que se erige en poética rebelde y no claudicante mediante el complejo recurso que mantiene todo el tinglado en pie de un ritmo constante lírico sin desfallecer. Un proyecto de borrado de toda significatividad con que el lenguaje se carga para empezar de nuevo, donde la palabra no remita a su uso y costumbre sino a algo nuevo y no viciado. Es un proyecto, nada menos, de volver a nombrar el mundo para construir una nueva sociedad.


Así que lo mejor será que el lector entre en el poema como quien abandona su ropa a la puerta del lupanar y se entrega en cuerpo y alma al placer de la perversión, o como el inocente que sin más bagajes se deja llevar por el misterio del sonido y su disímil asociación fónica. ¡Quién fuera inocente para dejarse arrastrar por la sola fuerza del sonido de las palabras! Acaso, ¿qué es la poesía? Encorsetada y reducida al simple acto de lectura privada tras la era Gutenberg, hasta ese momento fue canto, transmitido libre y oralmente, fue pura dicción y actuó sobre su auditorio de manera inmediata sobre el sentido del oído, sin mayor mediación que el efecto producido por la palabra al decirse. Ahora este La Falta de Lectura recupera ese gusto por cargar la expresión del poema sobre su capacidad sonora. Hay poemas en que las letras finales de palabras se duplican aisladas y de seguido como intencionada cantinela en la que recrearse y perderse el lector, construyendo un particular orden fónico sucesorio en una especie de rima artificial [79], o conjuro.


Atraviesa La Falta de Lectura una conciencia histórica de que el ángel de la historia se acaba abismando y nos lleva a un nuevo escenario donde todo está por escribir y por empezar de nuevo: por crear. Voz singular entre tanto aullido, experiencia única en el actual experimentalismo, isla en el panorama poético español de nuestro tiempo, y apuesta editorial a contracorriente la que aquí se presenta. No serán otros sino los lectores quienes con su ejercicio prendan el poema hasta hacerlo arder, de cuyas cenizas surgirá una nueva roma poética como este poemario nos invita a pensar/producir. Desbrocemos la maleza, amontonémosla, dispongámonos a generar la chispa.




Virgilio Tortosa

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